(1ª Entrega)
CAPITULO 1
Al
cruzar la frontera miré un instante las ramas de los árboles, desnudas de hojas
y frutos, con aspecto desvalido y tristón. Estábamos en pleno invierno y la
naturaleza se había retirado a la espera de que volviera a salir el sol y la
temperatura permitiera que resurgieran nuevas yemas.
La
columna avanzaba con parsimonia bajo el gélido aire pirenaico, el cansancio, la
falta de alimento, el sueño y la derrota. Aunque ya estábamos a la mitad de la estación
invernal, este era el momento en el que la sentíamos con más fuerza. Los
cristales de hielo atravesaban nuestra ropa y nuestra piel punzándonos como
miles de alfileres.
La
larga fila de sombras pardas, grises o negras de soldados, ancianos, hombres,
mujeres y niños cabizbajos se distribuía como buenamente podía en las cunetas y
tras los cercados esperando a que más soldados, ancianos, hombres, mujeres y
niños cabizbajos pasaran delante de sus ojos. Algunos miraban la longitud de
aquella serpiente humana que contrastaba con el blanco de la nieve. Los raídos
capotes militares sirvieron para que muchos se acomodaran en el suelo, así como
para que los niños no sintieran la humedad de la tierra helada. Las madres se
aferraban a los bebes y les daban el alimento que ya no manaba de sus pechos.
Quien más y quien menos miraba para atrás un instante pensando en el retorno.
A
pesar de lo ocurrido no sentía especial pena; estaba aterido y hambriento, y me
recorría la rabia y el desánimo, pero no la pena. Quizás, es la misma sensación
que cuando uno se da un martillazo, por un rato el dedo deja de doler, incluso hasta
de existir, pero después comienza el hormigueo y la profunda desazón por
sentirlo reventado.
No
sé porqué azar del destino tuve que atravesar la frontera por un paso pirenaico
al son del himno de Riego tocado por una banda del ejército. Aquello me parecía
una alucinación, igual que los gendarmes gesticulando con los brazos
indicándonos en francés con caras de tempano y gesto de pocos amigos, donde
depositar los fusiles y demás pertrechos que llevábamos encima. Algunas armas nos
las habían dado en la Batalla del Ebro y no tenían más que unos meses; otras
eran viejos fusiles de la Guerra Franco-Prusiana cansados de tanto guerrear.
A
pesar del celo de los gendarmes, entre las ropas se perdieron infinidad de
pistolas y granadas para cuando pudiéramos volver a España.
Tras
depositar contra un muro de pizarra todo aquel material, ya nunca más
seríamos un ejército, o eso creímos. Por otro lado, tampoco lo habíamos
pretendido, aunque los vientos de aquellos años nos empujaron a formar unidades
militares con rangos y disciplinas que anteriormente aborrecíamos. Nos dejamos
tanto en el camino, que al final tuvimos que posponer y hasta renunciar, sin
fecha, a la revolución...
1 comentarios:
Me alegro de verlo publicado, aunque sea en papel virtual. Me gustará leerlo, como la primera vez.
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