domingo, 9 de diciembre de 2012

Capítulo 1: Deshacerme de aquel fusil

(2ª Entrega)

Deshacerme de aquel fusil no fue fácil. Aún siendo un alivio quitarse un peso de varios quilos, aquel viejo amigo, sucio y arañado, al que en tantas noches y bombardeos había abrazado, debía seguir su propio camino. No obstante, ante la incertidumbre por lo que pudiera pasar escamoteé bajo la ropa una pistola.

Los montones de armas que se acumulaban en las cunetas contrastaban con los manojos de ramas secas guardados en las leñeras a la espera de que las bajas temperaturas los hicieran necesarios para la lumbre. A todos, el invierno también se nos había venido encima, convirtiendo nuestra ropa y material en inservibles cacharros de guerra. Nuestras vidas eran, asimismo, una montaña de ilusiones y experiencias a la espera de saber lo que hacer con ellas. 

Una vez despojados de nuestro armamento, a los soldados nos agruparon a un lado de la carretera. Cuando me ordenaron colocarme en un lugar diferente a las familias, pensaba que, curiosamente, no era considerado como civil. Los andrajos del descompuesto Ejercito Republicano no me permitían reunirme con aquellos que yo sentía de los míos. La suerte que esperaba a aquellas gentes venidas mayoritariamente de Aragón y Cataluña, no era mejor que la nuestra. Cada uno acarreaba su propia historia: Los milicianos habíamos tenido que soportar la dureza de la guerra y el clima, pero a muchos de los civiles, en particular a los más mayores, se les adivinaba en el rostro las penalidades sufridas hasta terminar en aquel paso perdido de montaña.

Sé que muchos anhelaban que la pesadilla hubiera terminado, que en Francia, estarían al resguardo de tiros, bombardeos y persecuciones aéreas como las vividas en la retaguardia o en la huida. Sin embargo, la incertidumbre y el peso de la derrota se interponían entre nosotros y el futuro como una nube negra de verano sobrevuela el horizonte, ajenos aún, al dolor y la desdicha que el destino nos guardaba.


El contrapunto a la desolación de los adultos era la alegría y curiosidad de los niños. Recuerdo sus caritas llenas de churretes, afiladas por el aire helado de la sierra, con las manitas enrojecidas, las ropas llenas de barro y hechas jirones. Algunos se quedaban como lelos mirando nuestra tez curtida, nuestras barbas y nuestros uniformes. Recuerdo una niña que se me acercó y preguntó:

        -¿Por qué tienes un agujero en la oreja?

        -Pues mira –le contesté riendo-. Me lo hice cuando cruzamos el Ebro. Salía de la trinchera y un compañero antes de que me cayera la bomba encima se abalanzó sobre mi salvándome la vida. Este rasguño y arañazos es lo único que me hice. A él, en cambio, se lo tuvieron que llevar al hospital con la pierna rota –la niña me siguió mirando atentísima al tiempo que yo hacia un gesto de pena por el compañero herido.

Pero, ¿sabes qué?... –continué bajo la atenta mirada de aquellos ojitos grandes- ¿has oído hablar de las historias de piratas? –Asintió boquiabierta y muda-. Pues cuando acabe la guerra me pondré un pendiente como los corsarios del Caribe y me dedicaré a recorrer los Mares del Sur. Con el botín que saque volveré a cruzar la frontera para comprarte un abriguito.

La pobre niña con aquellos grandes ojos se quedó sin pestañear un buen rato. Después se dio la vuelta y corrió a los brazos de su madre, que intentó esbozar una sonrisa. 



Si los niños sentían por nosotros curiosidad, los soldados coloniales franceses venidos del Senegal les provocaban sorpresa y miedo. Esos hombres altos, espigados, enjutos y de piel oscura procedentes de los trópicos, solamente con la mirada, lanzaban a los pequeños al regazo de sus madres o padres muertos de miedo. Las malas formas que empleaban para obligarnos a sentarnos aquí, o caminar hasta allá, desazonaban hasta a los más duros. Muchos los veíamos como las tropas africanas de los franquistas, los veíamos como hombres que habían marchado de sus poblados y dejado a sus gentes para venir a pasar calamidades y desprecios de los mandos de la metrópoli. Sin embargo, ahora nosotros, blancos como sus jefes, estábamos a su merced. Habían venido a servir a una patria que les decían propia, para quién sabe si llegado el momento retornar a sus aldeas sin pena ni gloria, o bien acabar lisiados, o en una caja de madera bajo dos palmos de tierra europea...

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