viernes, 14 de diciembre de 2012
Cipriano Mera,
Documental
0
comentarios
Vivir de Pie: Cipriano Mera
Este es un documental, de reciente factura, en el que podemos encontrar testimonios e imágenes de la época muy ilustrativas. Seguro que os gustará.
Muchos de los integrantes de La Nueve pasaron por la Columna Durruti antes de alistarse a los Ejércitos de la Francia Libre. Algunos lo hicieron desde los propios campos de concentración del sur de Francia. En el siguiente enlace podemos ver un documental en francés, en el que se muestra como de operaba la famosa columna anarquista. Por supuesto, su afán es propagandístico, sin embargo, estos fotogramas atesoran un valor innegable. Este es el enlace del documental.
El Instituto Cervantes ha puesto en marcha una iniciativa para seguir el rastro de la entrada en París de La Nueve Compañía de la 2ª DB, con la ayuda de las placas colocadas por el ayuntamiento parisino por las calles de la capital francesa . Aquí tenéis enlazado el itinerario.
La periodista de origen español residente en París Evelyn Mesquida publicó en el 2008 un excelente libro con el nombre de "La Nueve, Los españoles que liberaron París" en el que se relata la historia de los miembros de la mítica compañía formada por republicanos exiliados. El 13 de Julio de 2009 apareció en El País el artículo enlazado.
Pour les francophones, voici le film de La Nueve:
La Nueve. Libération de Paris par la II DB from nopasaran36 on Vimeo.
La Nueve. Libération de Paris par la II DB from nopasaran36 on Vimeo.
En la Localidad francesa de Cahors hace ya unos años que han inaugurado una plaza dedicada a los republicanos españoles. Si queréis saber mas sobre el asunto, aquí tenéis un enlace:
domingo, 9 de diciembre de 2012
Novela Capítulo 1
0
comentarios
Capítulo 1: Antes de que se hiciera de noche
(3ª Entrega)
Antes de que se hiciera de noche nos condujeron a un cercado cubierto de nieve, rodeado de montañas blancas llamado Prat de Molló. Aquel era un campo en el que pastaban las vacas habitualmente, con una ligera pendiente y unos árboles escuálidos en la parte más alta. Bajo más de una cuarta de manto blanco se escondían pedruscos y rocas que hacían difícil dar un paso. La postal hubiera sido preciosa si no fuera porque aquel iba a ser para la mayoría de nosotros su “hogar” durante largos meses.
Dormir
en pleno invierno al raso con una capa de nieve de varios centímetros sin mayor
cobijo que una manta o un capote era una prueba de resistencia que nos
recordaba la vida de las trincheras, a la vez que nos parecía intolerable para
aquellas criaturitas y ancianos que nos acompañaban. Como pudimos hicimos unas
chozas con el fin de resguardarnos algo del frío, pero aún así, nos quedábamos
tiesos; sin contar que la lluvia nos calaba hasta los huesos. Muchos refugiados
enfermaban o morían. Los franceses no querían que nos quedásemos, y por la
parte española, las autoridades de la República estaban aún ocupadas en el fin
la guerra. La desidia y el desdén de los franceses eran tan manifiestos, que
las protestas de los que nos encontrábamos en aquel idílico paraíso pirenaico nada
podían para que nadie hiciera caso de nosotros. Francamente, nunca nos
imaginamos que los vecinos del norte nos recibirían así, sin barracones, sin
ningún acondicionamiento, sin nada más que un prado mondo y lirondo. Es cierto
que la enorme marea humana harapienta que atravesó la frontera, desnutrida,
muerta de frío y en busca de cobijo y paz les desbordó por completo; pero era
evidente que la República se estaba hundiendo, y desde hacía muchos meses el
territorio controlado por nosotros se había partido en dos. Las autoridades
francesas, simplemente, no habían pensado nada, no habían previsto el mínimo
plan en caso de que una avalancha humana se apresurara a cruzar la frontera. Quizás,
les fuimos molestos desde antes de entrar en su territorio y creyeron que una
vez allí, si nos maltrataban, emprenderíamos de nuevo camino hacia el sur.
Si
estas condiciones en la vida de cualquier persona hubieran supuesto un
infierno, aún tuvimos que soportar ser vistos por parte de la población local
como monos enjaulados. Cierta prensa francesa había hablado de los republicanos
españoles como de auténticos demonios con rabo y cuernos. Esta imagen se quedó
clavada en la mente de muchos franceses que aprovechaban los fines de semana para
acercarse a ver a esa muchedumbre venida del otro lado de los Pirineos para “contaminar
los puros aires de sus tierras”.
Por
suerte, todo el mundo no pensaba de la misma manera, los cuáqueros americanos y
las organizaciones de izquierda francesas nos dieron algo de comida y abrigo,
además de alzar la voz por las condiciones y trato a los que nos veíamos
expuestos.
Ninguno
de nosotros entendía por qué se nos estaba dando esta acogida. Todos estábamos
huyendo de la guerra, y algunos de una muerte segura si nos cogían los
falangistas o los militares franquistas. ¿Acaso Francia no era una democracia?,
¿Por qué la izquierda no se movilizaba con fuerza al habernos recibido sus
autoridades como a perros y tratarnos como a delincuentes? ¿Por qué la patria
de la revolución, los derechos humanos y el derecho de asilo permitía que
nuestros guardianes nos pegaran y hasta nos robaran lo poco que teníamos?
Los
que habíamos pasado por el frente estábamos más acostumbrados a este tipo de
penalidades, pero hasta para jóvenes llenos de vida y curtidos en la guerra,
esto era más de lo que podía soportar nuestra dignidad. Todo ello y sin duda un
cierto grado de inconsciencia nos llevó a organizar una escapada a Toulouse
para contactar con los compañeros franceses y denunciar lo que nos estaban
haciendo, y de paso, huir de aquel prado sembrado de témpanos de hielo.
Fugarnos
era relativamente sencillo. La cerca no era un gran obstáculo y el lugar se
encontraba muy aislado. Los centinelas eran escasos y los reflectores pocos y
no muy potentes. Con tan cortas medidas de seguridad, en una noche sin luna, solo
había que esperar el momento en el que los guardianes dejaran de hacer la
ronda. Además de las tinieblas, elegimos una noche en la que diluviaba y el
ruido del chaparrón, junto a la cortina de agua, hacían aún más difícil
localizarnos. La fuga parecía pan comido.
(2ª Entrega)
Deshacerme de aquel fusil no fue fácil. Aún siendo un alivio quitarse un peso de varios quilos, aquel viejo amigo, sucio y arañado, al que en tantas noches y bombardeos había abrazado, debía seguir su propio camino. No obstante, ante la incertidumbre por lo que pudiera pasar escamoteé bajo la ropa una pistola.
Los
montones de armas que se acumulaban en las cunetas contrastaban con los manojos
de ramas secas guardados en las leñeras a la espera de que las bajas
temperaturas los hicieran necesarios para la lumbre. A todos, el invierno
también se nos había venido encima, convirtiendo nuestra ropa y material en
inservibles cacharros de guerra. Nuestras vidas eran, asimismo, una montaña de
ilusiones y experiencias a la espera de saber lo que hacer con ellas.
Una vez despojados de nuestro armamento, a los soldados nos agruparon a un lado de la carretera. Cuando me ordenaron colocarme en un lugar diferente a las familias, pensaba que, curiosamente, no era considerado como civil. Los andrajos del descompuesto Ejercito Republicano no me permitían reunirme con aquellos que yo sentía de los míos. La suerte que esperaba a aquellas gentes venidas mayoritariamente de Aragón y Cataluña, no era mejor que la nuestra. Cada uno acarreaba su propia historia: Los milicianos habíamos tenido que soportar la dureza de la guerra y el clima, pero a muchos de los civiles, en particular a los más mayores, se les adivinaba en el rostro las penalidades sufridas hasta terminar en aquel paso perdido de montaña.
Una vez despojados de nuestro armamento, a los soldados nos agruparon a un lado de la carretera. Cuando me ordenaron colocarme en un lugar diferente a las familias, pensaba que, curiosamente, no era considerado como civil. Los andrajos del descompuesto Ejercito Republicano no me permitían reunirme con aquellos que yo sentía de los míos. La suerte que esperaba a aquellas gentes venidas mayoritariamente de Aragón y Cataluña, no era mejor que la nuestra. Cada uno acarreaba su propia historia: Los milicianos habíamos tenido que soportar la dureza de la guerra y el clima, pero a muchos de los civiles, en particular a los más mayores, se les adivinaba en el rostro las penalidades sufridas hasta terminar en aquel paso perdido de montaña.
Sé
que muchos anhelaban que la pesadilla hubiera terminado, que en Francia,
estarían al resguardo de tiros, bombardeos y persecuciones aéreas como las vividas
en la retaguardia o en la huida. Sin embargo, la incertidumbre y el peso de la
derrota se interponían entre nosotros y el futuro como una nube negra de verano
sobrevuela el horizonte, ajenos aún, al dolor y la desdicha que el destino nos
guardaba.
El contrapunto a la desolación de los adultos era la alegría y curiosidad de los niños. Recuerdo sus caritas llenas de churretes, afiladas por el aire helado de la sierra, con las manitas enrojecidas, las ropas llenas de barro y hechas jirones. Algunos se quedaban como lelos mirando nuestra tez curtida, nuestras barbas y nuestros uniformes. Recuerdo una niña que se me acercó y preguntó:
El contrapunto a la desolación de los adultos era la alegría y curiosidad de los niños. Recuerdo sus caritas llenas de churretes, afiladas por el aire helado de la sierra, con las manitas enrojecidas, las ropas llenas de barro y hechas jirones. Algunos se quedaban como lelos mirando nuestra tez curtida, nuestras barbas y nuestros uniformes. Recuerdo una niña que se me acercó y preguntó:
-¿Por
qué tienes un agujero en la oreja?
-Pues
mira –le contesté riendo-. Me lo hice
cuando cruzamos el Ebro. Salía de la trinchera y un compañero antes de que me
cayera la bomba encima se abalanzó sobre mi salvándome la vida. Este rasguño y
arañazos es lo único que me hice. A él, en cambio, se lo tuvieron que llevar al
hospital con la pierna rota –la niña me siguió mirando atentísima al tiempo
que yo hacia un gesto de pena por el compañero herido.
Pero, ¿sabes qué?... –continué
bajo la atenta mirada de aquellos ojitos grandes- ¿has oído hablar de las historias de piratas? –Asintió boquiabierta
y muda-. Pues cuando acabe la guerra me
pondré un pendiente como los corsarios del Caribe y me dedicaré a recorrer los
Mares del Sur. Con el botín que saque volveré a cruzar la frontera para
comprarte un abriguito.
La
pobre niña con aquellos grandes ojos se quedó sin pestañear un buen rato.
Después se dio la vuelta y corrió a los brazos de su madre, que intentó esbozar
una sonrisa.
Si
los niños sentían por nosotros curiosidad, los soldados coloniales franceses
venidos del Senegal les provocaban sorpresa y miedo. Esos hombres altos,
espigados, enjutos y de piel oscura procedentes de los trópicos, solamente con
la mirada, lanzaban a los pequeños al regazo de sus madres o padres muertos de miedo.
Las malas formas que empleaban para obligarnos a sentarnos aquí, o caminar
hasta allá, desazonaban hasta a los más duros. Muchos los veíamos como las
tropas africanas de los franquistas, los veíamos como hombres que habían marchado
de sus poblados y dejado a sus gentes para venir a pasar calamidades y
desprecios de los mandos de la metrópoli. Sin embargo, ahora nosotros, blancos
como sus jefes, estábamos a su merced. Habían venido a servir a una patria que les
decían propia, para quién sabe si llegado el momento retornar a sus aldeas sin
pena ni gloria, o bien acabar lisiados, o en una caja de madera bajo dos palmos
de tierra europea...
(1ª Entrega)
CAPITULO 1
Al
cruzar la frontera miré un instante las ramas de los árboles, desnudas de hojas
y frutos, con aspecto desvalido y tristón. Estábamos en pleno invierno y la
naturaleza se había retirado a la espera de que volviera a salir el sol y la
temperatura permitiera que resurgieran nuevas yemas.
La
columna avanzaba con parsimonia bajo el gélido aire pirenaico, el cansancio, la
falta de alimento, el sueño y la derrota. Aunque ya estábamos a la mitad de la estación
invernal, este era el momento en el que la sentíamos con más fuerza. Los
cristales de hielo atravesaban nuestra ropa y nuestra piel punzándonos como
miles de alfileres.
La
larga fila de sombras pardas, grises o negras de soldados, ancianos, hombres,
mujeres y niños cabizbajos se distribuía como buenamente podía en las cunetas y
tras los cercados esperando a que más soldados, ancianos, hombres, mujeres y
niños cabizbajos pasaran delante de sus ojos. Algunos miraban la longitud de
aquella serpiente humana que contrastaba con el blanco de la nieve. Los raídos
capotes militares sirvieron para que muchos se acomodaran en el suelo, así como
para que los niños no sintieran la humedad de la tierra helada. Las madres se
aferraban a los bebes y les daban el alimento que ya no manaba de sus pechos.
Quien más y quien menos miraba para atrás un instante pensando en el retorno.
A
pesar de lo ocurrido no sentía especial pena; estaba aterido y hambriento, y me
recorría la rabia y el desánimo, pero no la pena. Quizás, es la misma sensación
que cuando uno se da un martillazo, por un rato el dedo deja de doler, incluso hasta
de existir, pero después comienza el hormigueo y la profunda desazón por
sentirlo reventado.
No
sé porqué azar del destino tuve que atravesar la frontera por un paso pirenaico
al son del himno de Riego tocado por una banda del ejército. Aquello me parecía
una alucinación, igual que los gendarmes gesticulando con los brazos
indicándonos en francés con caras de tempano y gesto de pocos amigos, donde
depositar los fusiles y demás pertrechos que llevábamos encima. Algunas armas nos
las habían dado en la Batalla del Ebro y no tenían más que unos meses; otras
eran viejos fusiles de la Guerra Franco-Prusiana cansados de tanto guerrear.
A
pesar del celo de los gendarmes, entre las ropas se perdieron infinidad de
pistolas y granadas para cuando pudiéramos volver a España.
Tras
depositar contra un muro de pizarra todo aquel material, ya nunca más
seríamos un ejército, o eso creímos. Por otro lado, tampoco lo habíamos
pretendido, aunque los vientos de aquellos años nos empujaron a formar unidades
militares con rangos y disciplinas que anteriormente aborrecíamos. Nos dejamos
tanto en el camino, que al final tuvimos que posponer y hasta renunciar, sin
fecha, a la revolución...
Pingüino, o Espingouin en francés mezcla de Espagnol y Pingouin, es el sobrenombre, a veces despectivo, que algunos franceses utilizaban para llamar a los españoles. Como muchos llegaban hasta las estaciones de tren ataviados con el traje de pana negro de los domingos y la camisa blanca, cargados con enfadadísimas maletas de cartón o madera en ambas manos, el peso y volumen de los equipajes les hacía andar balanceándose como pingüinos y las ropas se asemejaban al plumaje de estas aves.
A continuación podeis ver un documental de algunos de aquellos "pingüinos" que liberaron París en agosto de 1944.
A continuación podeis ver un documental de algunos de aquellos "pingüinos" que liberaron París en agosto de 1944.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)